Por: Mario Hererera
Llegamos cerca de
las once de la noche. Había una gran multitud a la espera. Era la primera vez
para mí. Tanto escuché de ella que me vi tentado cuando unos amigos me hicieron
la invitación a la Casa
de la Música
de Miramar.
Llegamos al salón
de baile. Ahí estaban ellas, hermosas, rubias, trigueñas, multilingües,
coquetas. “Pero lo bueno de Cuba siempre
algo verde te cuesta”. Por surte es solo lo bueno; lo mejor no está al
alcance de ningún bolsillo.
Nos sentamos en
una mesa cercana al escenario, los trabajadores montaban uno tras otro los
pesados equipos de audio para la orquesta de la noche. Dos Mulatas bien curveadas y de mal sabor nos acompañaron durante la
velada, con sus hielos y sus colas.
De vez en cuando
miraba a atrás y las observaba en su formación. Delante, las mesas, las
parejas, los solteros de oro. En el centro del salón, el pasillo que permitía a
camareros y camareras hacer su trabajo. En los laterales, ellas. Exhibían sus
figuras despampanantes, sus vestidos cortos, sus jeans ajustados, sus
“pechonalidades”. Imposible no mirarlas.
Pero cambié la
vista. La pista era más sana. Bailaban algunos cubanos con unas extranjeras, pero…
¡no se equivoque! Al parecer pertenecían a alguna escuela de salsa, de las que
abundan hoy día en la Habana.
¡Señores, señoras! ¡Casino del bueno, de la vieja escuela! De cuando la gente
bailaba en pareja y no cuando algunos muchachos dejaron de hacerlo para
demostrar que tenían habilidades. Todo el mundo tenía que mirarlos. ¡Y a las
italianas! Esas mujeres dominaban la técnica y hasta el sabor de una cubana. En
una fiesta popular les enseñarían un par de trucos a las nacionales. ¡Qué linda
manera de bailar!
En la pista
apareció otro señor que también, quizás, asistió a una de estas escuelas. Bien
mayor y ya sin canas ni lugar donde tenerlas. Y otra vez ellas. Una a una pasó
por la pista con él, a negociar. Y con el de algunas libras de más, y con la señora
de doscientos años.
Seguí en mi mesa,
con mis amigos. Apareció entonces Pedrito Calvo con la Nueva Justicia. Después de
varios números, le cedió el micrófono a una de sus cantantes. No me gustó.
Luego, ¡la sorpresa! ¡Damas y caballeros! ¡Mayito, el de los Van Van! El
original. Aquél flaco desgarbado que escuchaba junto a Pedrito en la orquesta
de Formel hace muchos años, cuando apenas era un niño, quizás un adolescente.
Igualito, con su mismo “tumbao”, un poquito más viejo y con una colita en el
pelo recogida atrás. Cantaron juntos cosas de los ochenta. ¡Wow! Fue revivir
esos años para mí.
El tiempo pasó y
ni cuenta me di. Al voltearme, noté que había cambiado el panorama. Ya no
quedaban muchas de ellas. Quizás por falta de clientela (la culpa es de la
crisis), o porque ya tenían al “gallo de los huevos de oro”. En la sala
quedaban pocas personas. La escuela de baile disertaba. Las otras se fueron,
una a una. Pude verlas a todas. ¡Creo que hasta vi a la hija de algún vecino!
Sé que es común y que pasa en todo el mundo, pero como j…
Y se acabó la
noche. Comenzaron a anunciar que quien quisiera seguir podía hacerlo en el
Piano Bar hasta el amanecer. Los mortales nos fuimos. Al salir, pasamos bajo el
balcón del Piano Bar. Estaban afuera para que alguien las entrara. De nuevo
ellas, sus vestidos, sus zapatos de tacón, sus jeans, sus cuerpos casi
perfectos. “Los pobres al infierno, los
ricos a bailar”.
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