Por: Mario
Herrera
Ahora que la prensa habla de un nuevo
incidente de violencia en una secundaria en Estados Unidos que dejó un par de
muertes incluida la del perpetrador, que se recuerda el acto vil en una
universidad de ese mismo país donde un desconocido apuñaló y disparó contra
estudiantes o de la condena a un arquero de fútbol brasileño que secuestró,
asesinó y descuartizo a su novia porque no quiso seguir con él.
Ahora que se habla de las víctimas de la
guerra en Libia, Siria, Ucrania. Víctimas de la ambición y de las ganas de ser
pescador en aguas revueltas.
Me siento y recuerdo cómo existen cuentos y anécdotas
(algunas verídicas y otras inventadas olímpicamente) sobre víctimas de la
burocracia, madres de tres hijos pequeños que no reciben subsidio por ser
profesionales o porque la persona que debe tramitar el caso está asignada a
otras funciones; barrios enteros inundados de aguas albañales por más de
treinta años sin solución y más.
Ahora que se habla de ser víctima de tal o más
cual, les cuento que fui víctima.
Fui víctima de una buena acción. Caminaba por
el malecón habanero y se asomaba una llovizna pesada. Pasaban los vehículos a
mi lado y yo en la acera intentaba apurar el paso. Entonces pasó. Un Taxi estatal
conducido por una señora pasa a mi lado y suena el claxon, vaya, me pita. Me
volteo y veo que la señora me mira, se da cuenta que a pesar de andar en short,
pulóver, tenis y mochila no era extranjero e igual me dice: “Vamos, te llevo”.
Me asombré un poco y le dije el clásico “No,
gracias”, pero insistió para llevarme, aún libre de costos. Le repetí la
respuesta y volvió a insistir que montara que no me cobraría. Le dije
finalmente que quería caminar porque estaba necesitado de andar para relajar
tensiones.
La verdad le mentí pero no quería abusar. Haber
aceptado estaba mal. La señora se despidió amablemente y siguió su curso.
Me sentí bien al ser víctima de la amabilidad
ajena.
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