Por: Mario Herrera
Lucy nació de
forma accidental. Dos que si acaso se quisieron algo la engendraron, la vieron
nacer y se deshicieron de toda responsabilidad. La madre no sé si la trajo a La
Habana pero si estoy seguro que Lucy creció sin el amor que debía recibir. Fue
devuelta.
Si. En un pueblo
pequeño de cuyo nombre solo los habitantes se acuerdan y viven orgullosos
creció la niña. La familia de su padre se hizo cargo de la carga. La Abuela medio
loca, anticuada y mandona, el Abuelo lindo y bueno, el Tío que necesitaba
demasiadas pastillas para deambular como un zombi drogado por la casa.
Sin embargo Lucy
no fue una niña problemática y pedante. Recibió tanto amor en esas condiciones
que ella misma se hizo querer por sus amigas. Creció, estudió. En su mundo gris
escarbaba para robarse los colores aunque fueran de fantasía.
Necesitaba soñar.
El profe de física no permitía que nadie dormirse en clases, pero Lucy era la
excepción. Ella dormía con los ojos abiertos y una vez Romeo y Julieta delante,
o El amor en los tiempos del cólera, o cualquier libro que la sacara por
momentos de su vida tal como ella la conocía.
Vino a estudiar a
La Habana. Cometió el error de creer que Madre la recibiría con los brazos
abiertos cuando en una casa pequeña además andaba algún padrastro de turno, un
hermano del que ya o sé nada y uno más pequeño. Al principio se cumplió su
sueño. En tercero de su carrera pidió una plaza en la beca de la universidad.
Pero Abuelo, el
lindo, su Papi adorado, terminó su andar por estas tierras y determinó que ya
era hora de marcharse. Lucy entonces quiso dejarse la criatura que horas atrás
había decidido no tener. Por mucho que intentaron convencerla fue imposible. La
lógica nada hizo frente a la obstinación heredada de un dolor tan grande.
Nació el bebé, y
tuvo que regresarse Lucy a la casa de los abuelos ahora con uno menos y una
censura y mandato dictatorial como nunca antes. Si a ella le dolió la partida
de Papi, imaginen a la Abuela.
Las cosas
empeoraron. Pero Lucy siempre sonriente, siempre buena y malcriadora de su
vástago. Él lo supo desde el inicio. La dominó con la ayuda de La Abuela.
Ella se hizo Maestra
por vocación. Regresó a La Habana. Su vida no es fácil, sigue en las nubes como
quien afirma aquello que dicen por Pinar del Río: “Al inocente Dios lo ayuda”,
y eso sí, no para de ser buena y sonreír, en el cielo y con diamantes.
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